14.12.05

Yo le advertí que no entrara en el cuarto, pero ella, como todas las madres, decidió meter su asquerosa nariz en lo que no le incumbía.
Podía oir su husmeante respiración mientras movía mis cosas en busca de mis tranquilizantes, no puedo negar que me exasperaba el simple hecho de imaginar sus fosas nasales expandiendose y contrayéndose como queriéndose tragar mi aroma y asesinarlo. En poco tiempo pude ver que se había convertido en un cerdo, un maldito cerdo, peludo y asqueroso, que sostenia su pan con miel en una pesuña ridículamente tiesa.
Sus labios se movián, y el maldito triturar que sus mandibulas ejercían sobre la comida estremecia estrepitosamente mi ya de por sí delicada estabilidad emocional.
Lo que vino después, fue un hecho terrible, no por la consecuencia en sí. De su boca caían escupidas pequeñas migajas, humedas y estúpidas, caían y caían como una lluvia infinita de saliva y deshechos.
Tomé el bastón del abuelo y dándole un golpe certero en la nuca grité:
- ¡Están en el botiquín!
Pero, creo que por la posición, ya no fue capaz de escucharme.