26.5.12

Telarañas

No se necesita de mucha premeditación para acometer los asaltos. No seguimos más estrategia que la cosquilla tibia que teje sus telarañas en el vientre; entonces lo sabemos: el lugar es preciso. Eso basta. Entrometemos nuestras presencias en cualquier sitio. Recóndito o evidente, inusitado o común, solitario o concurrido, lo mismo da. La cosa es (SIEMPRE, SIEMPRE) evitar que la telaraña teja su red hasta nuestras bocas, pues el estallido anunciaba, sin temor a engaño, una inevitable condición de catástrofe.
 Ya una vez había ocurrido que, tras una mañana y tarde enteras de un intento estoico por disimular la sigilosa expansión de la naciente telaraña, nos asaltara el estallido en medio de la sala de un cine abarrotado. Un escándalo. Las finas hilachas de seda discurrieron como raíces entre las butacas, enlazando primero las manos, acercando los brazos, yuxtaponiendo los torsos, fundiendo los labios en un calor apresurado.
 El aire se volvió denso dentro de la satinada red que nos oprimía el uno contra el otro. Era terrible pensar en la muerte de asfixia que asomaba su cabeza desde la ventanilla luminosa de la sala de proyección. Mis manos, y probablemente las suyas, buscaron una suerte de escapatoria; un río, un mar, un torrente por donde ser arrastrado a tierra firme. Entonces el arrebato continuó caprichoso su voluntad de instinto, hasta el casi inminente eclipse de su sol radiante por mi tímida luna. ¡No había más! Ante la atónita mirada de nuestros vecinos de asiento, adivinamos el hado fatalista: había que matar esa cosquilla tejedora; con las manos, con las bocas, a ojo vivo, en silencio, como a una mariposa...
 Fue una verdadera pena comprender que el gerente no entendía, ni aun cuando le explicamos una y otra vez nuestra condición, las telarañas. ¿De qué clase de enfermedad me hablan?, decía ¿Cuáles telarañas? Y movía grandilocuente sus brazos, se jalaba de los cabellos a la vez que nos tildaba de indecentes, de impúdicos, de exhibicionistas, de...
Por eso, no se necesita de mucha premeditación para acometer los asaltos. La cosquilla nos ha encontrado, juguetes de su voluntad, en los cafés, detrás de las iglesias, bajo la noche artificial de los estacionamientos públicos, en la secreta complicidad de un elevador. Poco importa que se abran las puertas para encontrarse con el ojo avizor de una decente mujer que regresa del shopping; o que la fresca curiosidad del colegial se sorprenda ante la cruda y desnuda visión del más escondido de sus sueños púberes. ¿Qué significa, después de todo, el shock asombrado de unos cuantos ante la decencia escandalizada de tantos?