14.1.09

Y yo era ella. La niña del colegio de paga que, por cincuenta varos, te mostraba los calzones detrás de los baños. No es que desde entonces tuviera vocación. En ese tiempo jamás sentí que fuera una puta. Al contrario, sentía que al entrar mi entrepierna en escena, tenía el control total sobre mi embelezado y exclusivo público que, además de darme la satisfacción de saberme manipuladora de su atención, me pagaba. Yo era esa chava que te encontrabas borracha en las fiestas, loca y dispuesta a acceder a tu poco decente petición de visitar un motel. Sólo para más tarde llevarme tu reloj y billetera, todo en el nombre de la diversión.
Porque, vaya, nunca me ha gustado presumir; pero dinero nunca me faltaba. Y tampoco quería ser como las vecinas de mi barrio que, como garrapatas, se enganchaban a un Latournerie, un Monterrosa, o ve tú a saber qué pinche nuevo rico se les cruzara. Eso sí que no; no iba a pasarme horas esperando a que mi teléfono sonara. No iba a ensayar mis poses y sonrisas en el espejo esperando a ver cuál de ellas iba a asegurarme el patrocinio que tanto buscaba. Mucho menos arreglarme y exhibirme como vaca en feria ganadera, a ver si alguien se interesaba en comprarme. Para que, cuando por fin todo eso sucediera, pudiera vivir a expensas del juniorcito pesado y de nariz respingada que me llevara al club, de shopping a Santa Fé, y de fin de semana a Valle de Bravo.
Obviamente todo esto no me resultó nunca tan fatal. Todo se jode cuando resulta que el niño se ha aburrido y busca otra diversión. Que, por justicia poética, termina siendo otra guarra, tres o cuatro veces más gata que tú. Sí, todo esto es un gran embrollo, mucha energía y empeño para alguien como yo. Tú me conoces, no necesito estrategias para ser una vividora. Conmigo las cosas son más simples; si te hago una fregadera te la hago, y punto. Sin disculpas ni la chingada, porque sé perfectamente lo que hago; y hasta me enorgullece hacerlo tan bien.