7.9.05

Funerales

-Queridos hermanos, estamos aquí reunidos para despedir…
Las voces suenan distantes mientras la realidad queda aun desgajada en todos, en cada espina, en mi mente atónita ante tan trágico suceso.
Era un 14 de septiembre. La hora no la sé, los relojes siguen andando indiferentes, luchando por su supervivencia en el materialismo de la oquedad.
El sol parece ser más resplandeciente y más frío. Cada cabeza que se inclina ante el altar, señala al ataúd; como lo hicieron en vida, señalan a quien hoy descansa, algunos con dolo, otros con una envidia que les recorre las entrañas.
El césped, aún húmedo, atrapa algunos dolores distraídos y consuela los ojos líquidos de la familia.
Las tierras frías se comen lentamente el féretro, como queriendo disfrutar cada sabor y color de su nuevo alimento.
La lluvia, más opaca y ácida, lacera sin miramientos las lápidas que hoy nos acompañan serenas y armoniosas, testigos circunstanciales de los cambios que suceden.
La joven parece una broma, hermosa broma, de una muerte que se encuentra de buen humor, pues la pulcritud de ese rostro permaneció intacta. Nada refleja más tristeza que esos ojos cansados y las cobijas amoratadas que evitan el frío a sus pupilas. No está muerta, solo aletargada, ensimismada en el mundo subversivo del que nunca debió salir.
Le cubren de flores y encierran su existencia en puños de lágrimas, le aprisionan debajo de la tierra.
Cuando abra los ojos, brillarán con el fulgor de mil y un estrellas, con el ardor de los infiernos.
El sacerdote se escucha lejano de nuevo.
- Una gran hermana, amorosa hija, fiel compañera…
- Queridos hermanos, estamos aquí reunidos, para despedirme a mí.

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